El destino es un truco

 


Yo sé mucho de trucos. Me dedico a que la gente compre los productos de mis clientes a un precio más caro, más veces y más contentos. Me dedico a la publicidad. No en vano soy hijo de un protestante alemán nacido en Leipzig, como Wagner, Mendelsohn o Bach y de una católica andaluza, nacida en Córdoba como Séneca o Góngora. En mi infancia, los trucos de la predestinación luterana se cruzaban con los trucos del libre albedrío católico romano. Así mis hermanos y yo hemos salido: descreídos y lejanos a las misas y los pastores.


Mi padre me hablaba de lo importante del trabajo y de como éste, me iba acercar a dios y al cielo. Solo hacía falta el trabajo y la fe para ir al cielo, ¡qué fácil! A mí me parecía muy raro que me obligaran a creer en algo, para que ese algo me beneficiara con la vida eterna. Por otro lado, a esa edad la vida eterna y la muerte, me pillaban muy lejos y me importaban mas bien poco, o nada.

Mi madre tampoco estaba muy de acuerdo con mi padre en esas cosas de la predestinación. Ella tenía su propia cantinela de lo que había que hacer para ir al cielo. No le bastaba, como a mi padre, con creer en dios. Para ella, además había que hacer buenas obras en la tierra. “Sed buenos”, decía siempre. Y por lo mucho que nos regañaba, creo que consideraba que sus hijos iban a acabar todos con Belcebú tarde o temprano.

Me chirriaban todas esas evasivas cuando yo les preguntaba los “por qués” de tantas cosas. ¿por qué nadie había visto nunca a dios?, ¿por qué dios, con sabiduría infinita, había dejado morir a la hija inocente de los vecinos a los 15 años?, ¿por qué besar a una chica era pecado?, ¿por qué tenemos que ir a misa precisamente el domingo, que es mi único día libre de la semana? ¿por qué dios no me dice nada? ¿Será que no tengo fe y ya estoy condenado?

Mi padre consideraba que el destino de sus hijos, y especialmente el mío, que era su hijo mayor, pasaba por ser ingeniero, a ser posible de Caminos, los de Industriales eran un escalón inferior y los de Telecomunicaciones le parecían una modernidad innecesaria. Mi madre estaba de acuerdo; ella consideraba que a lo máximo que se podía llegar en la vida era a ser ingeniero y ser delgado. Mi padre, por supuesto, era ingeniero y flaco como un pino de la Casa de Campo. Por eso, ella le miraba siempre con ese arrobo y esos ojos de admiración, de amor.

Yo, sin embargo, me interesaba mas por la literatura y la música. Era gordito y desgarbado desde pequeño y no me interesaba nada cómo funcionaban las cosas sino para para qué servían. El día que anuncié que quería estudiar Filosofía, mi padre agarró tal enfado que dio un puñetazo en la mesa haciendo saltar los platos y cubiertos, mientras mi madre casi me tiró encima la sopa que nos estaba sirviendo. 
– Pero, Juanito, ¿para qué sirve estudiar esa idiotez? - me preguntó él, levantando la voz. 
Para entender a las personas, entender el mundo, papá – me atreví a responder. 
– Para entender el mundo, estudia resistencia de materiales, coño. Y ¡ve a catequesis! María ¡estamos criando a un comunista sin darnos cuenta! – 
Cuando se ponía así era mejor dejarle y no discutir. Yo sabía lo que quería e iba a hacer. Me daba igual lo que él pensara con su mente retorcida por creencias que, estoy seguro, ni siquiera él creía del todo. Era demasiado inteligente como para creerse aquello. 
Conseguí estudiar mi carrera, la mía, no la de mi padre y cuando acabé descubrí un camino inesperado en la publicidad, un mundo que, a mi pobre padre, le confundía aun más. 
– Pero, hijo mío, ¿tú crees que te vas a ganar la vida haciendo propaganda?, ¿tú no deberías entrar en IBM, como yo y hacer una carrera multinacional?   
Su obsesión se fue suavizando con los años y poco a poco entendió que mi trabajo, donde – y eso si lo aprendí de él – yo era bueno y deseaba triunfar; era un trabajo importante para los negocios, además de divertido, creativo y competitivo.
Años después, cuando ya me había ganado un sitio en la profesión publicitaria, mi padre me invitó a comer a su restaurante favorito, Portonovo, en la Cuesta de las Perdices. Él sabía que yo había conseguido tener un buen nivel de vida, pero no acababa de creer que la publicidad diera para tanto. Entonces me hizo esa pregunta que me dejó helado:
 – Juanito, tú trabajas en un negocio honrado, ¿no? – 
Mi sorpresa se convirtió en risa y le expliqué, que sí, que era una actividad donde se pagaba bien a los que tenían las características adecuadas y que entre mis compañeros creativos había, desde un médico, hasta ingenieros o gente sin estudios. Y que jamás me habían pedido mi título de licenciado. Les interesaban mas mi forma de pensar y de comprender el comportamiento humano.

Creo que él entendió aquel día que la famosa predestinación que la rígida abuela Greta le había inculcado era solo una mentira útil, una manipulación. El destino lo construyes haciendo algo que te gusta, rodeándote de gente buena y también teniendo un poquito de suerte.

El destino es un titular, un truco publicitario que, como tantos otros, funciona.

Ángel Riesgo, 9 de enero de 2021, el día de la gran nevada en Madrid.

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